viernes, 22 de febrero de 2008

Art Madrid y una escultura de Sean Scully

Sobre la ansiedad del contemplador, Art Madrid y una escultura de Sean Scully

RUBÉN SUÁREZ Hace bastantes años que no escribo informaciones sobre Arco porque, como siempre había sospechado cuando lo hacía, eso me impedía disfrutar con sosiego de la contemplación de las obras allí reunidas, compitiendo ferozmente por la mirada del espectador. Sufría lo que podríamos llamar el «síndrome del informador», conjunto de tensiones que le hacen a uno estar preocupado por un sinfín de cuestiones, como lo que publican otros periódicos, las actividades institucionales, las polémicas y cuántos son los artistas asturianos representados, lo que venden y a quién o, simplemente, qué pintan allí, escudriñando para ello tanto los «stands» opulentos como los más marginales, los «proyects» conceptuales o las nuevas tecnologías guays, todo lo cual, sin duda, interfiere y perjudica la visión relajada del arte, que no ha sido creado para ser visto de soslayo.
Sólo comento esto, que únicamente a mí me incumbe, por lo que pudiera tener de semejante a otra alteración del ánimo bastante más generalizada y que, en mayor o menor medida, puede afectar a la mayoría del público, enfrentado a dosis masivas de arte expuesto para ser visto en poco tiempo y con la intención de dar algunos consejos, por lo que pudieran valer, para su tratamiento. Lo llamaremos la «ansiedad del contemplador», patología en cierto modo parecida a la del turista con cámara que visita tres países en una semana y quiere verlo todo, imposibilidad que, en el caso del arte, resulta particularmente frustrante.
Porque lo que una obra de arte le pide al espectador es precisamente un poco de tiempo para hablar con su mirada, un diálogo, aunque sea mínimo, sin el cual no hay comunicación ni gratificación en la contemplación. ¿Es eso posible en una feria en la que trescientas galerías presentan miles de obras? Puede serlo, pero sólo a condición de recordar que no tiene uno la obligación, ni la necesidad, de verlo todo, ni la mitad, ni una décima parte; en realidad, no tiene la obligación de ver nada. Conozco a personas que ya entran en la feria nerviosa y precipitadamente, como en los grandes almacenes el primer día de rebajas. Luego cogen el plano para decidir sistemáticamente el recorrido por los pasillos del pabellón, lo que no digo que esté mal, siempre que sepa que sistemática e inevitablemente va a perderse y que, cuando eso suceda, no debe angustiarse.

Cuando no se sufren el síndrome del informador ni la ansiedad del contemplador, uno puede deambular por la feria, mínimamente orientado, eso sí, como por las calles del barrio viejo de una ciudad desconocida. Si vuelve a encontrarse al cabo de un tiempo en el mismo sitio, no se cabrea ni se frustra; si encuentra a un amigo, no lo despide precipitadamente para seguir viendo; si se cansa, descansa y toma un café. No le importa si al día siguiente ve en la televisión o un conocido le habla de algo en lo que no había reparado.

Y así, puede ir recorriendo con la mirada las obras expuestas que le salen al paso, únicamente informándose de su presenciaÉ, hasta que en una de ellas se reconoce, le produce una emoción especial y siente la necesidad de hablarle. Algunas veces, uno de estos encuentros resulta tan seductor que por sí solo justifica la visita a Arco, hasta el viaje a Madrid. Para mí, este año la aparición tomó la forma de una escultura de Sean Scully en el «stand» de la galería Carles Taché de Barcelona. ¿Es que ahora Sean Scully hace escultura?, le pregunté a la señorita que estaba al frente del «stand». Ésta es la primera escultura que ha hecho, y acabamos de montarla, contestó. Gran pieza, dije. Un «piezón», concluyó (a los galeristas, que son hiperbólicos por naturaleza, les chifla esta palabra), pero tenía razón; allí estaba aquel rectángulo monumental, configurado por módulos de granito labrado, alineados en horizontales y verticales en segmentación simétrica, como las franjas de su luminosa y fascinantes pintura, con el mismo lenguaje inconfundible y la misma fuerte, serena y conmovedora armonía. Me bastaba verla para tener la sensación de haber vivido un gran día.

No quisiera terminar sin referirme a la visita de Art Madrid, la feria paralela a Arco, que no es justo tratar peyorativamente, como algunos se empeñan en hacer. Una visita, para mí, en cierto modo nostálgica, porque me hizo recordar las primeras ediciones de Arco entre la naturaleza de la casa de campo y entre gentíos que ahora no se producen, en parte quizá por insuficiencias en su promoción o en la logística para el traslado del público, y es lástima porque se trata de una feria muy bien estructurada y muy grata de ver, con pausa y provecho, sin ansiedad. Visita nostálgica también porque abunda en un tipo de obra que me hizo experimentar las cálidas y gratificantes sensaciones que le invaden a uno cuando se encuentra con viejos y queridos amigos a la vuelta de cada esquina, amigos con los que, desde las paredes, se puede charlar sobre Juana Mordó, El Paso o la revista «Guadalimar», aunque muchos sigan en creación plenamente vigente. Mire usted, señor Mompó, es que vine a Madrid y pasé por aquí para saludarles, porque ustedes son ya como de la familia. No quiero decir que muchos de ellos no estuvieran en Arco, y con sitio preferente, pero no teníamos, ni de lejos, la misma intimidad. Tampoco quiero decir que estuvieran solos, claro, había allí muy buena pintura y escultura de nuevas generaciones, otra no tanto, debemos reconocerlo. Lo que sí digo es que Art Madrid es una feria que, pese a todas sus dificultades, se consolida porque hace las cosas bien y compatibiliza la presencia del arte internacional en sus cien galerías con altas dosis de obras del arte de vanguardia español de las últimas décadas, de Tapies, Guerrero o Palazuelo a Hernández Pijoan o Gordillo, y con piezas de empeño, lo que para algunos resulta especialmente grato. En cualquier caso, un muy apreciable complemento de Arco.

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