viernes, 22 de febrero de 2008

Pink Floyd: Arquitectos del rock


Una sección de CARLOS TENA.

En mis años de universidad, eran las facultades de Medicina y Filosofía en Madrid de donde salían los esquejes guitarreros que, con el tiempo y muchas cañas, darían origen a varios de los conjuntos españoles que se atrevían con el rock. De Los Estudiantes a Los Pekenikes (que devinieron Brincos), de Los Sónor a Los Relámpagos, el pop bullía tanto en las confortables habitaciones de colegios mayores del barrio de Argüelles, como en los cuartuchos de las modestas pensiones de los barrios castizos.

En Londres, cuando Beatles y Stones ya se habían consagrado como representantes de dos tipos de juventud, aparentemente alejadas entre sí (la sociedad media prefería las obras de Paul y John, mientras que el proletariado optaba por las de Mick y Keith), en el Politécnico de Arquitectura, tres aspirantes a Gaudí, más un alumno procedente del Liceo de Artes, se reunieron para diseñar un edificio realmente original para aquel entonces, al que bautizaron como The Pink Floyd Sound, nombre que venía a ser un guiño a dos bluesmen norteamericanos (Pink Anderson y Floyd Council), aunque lo que se sacaron de las meninges no tuviera que ver nada con las quejas inherentes a la obra del colectivo negro. Los cuatro veinteañeros eran: Roger Waters (bajista y cantante), Syd Barrett (voz y guitarra), Richard Wright (teclados) y Nick Mason (batería), aunque en el camino a la gloria, desertaron, por motivos varios, Clive Metcalf, Juliette Gale y Keith Noble.

Avanzada la década de los sesenta, mientras buena parte de España se aburría musicalmente soportando las descargas de Raphael o Karina, la Tuna y Manolo Escobar, en la pérfida Albión ya se iniciaba una tímida incursión en los predios de lo “underground”, cuando también se comenzó a saborear la miel de la psicodelia musical, que se ofrecía en medio de un modesto espectáculo de luz y efectos visuales múltiples aunque muy cargantes, proyectando diapositivas remedando manchas de sangre que tomaban diversas formas mórbidas, amén de otros trucos menos aburridos, entre los que solían destacar fragmentos de aquellos heroicos cortos de Buster Keaton o Harold Lloyd.

La banda registra entre el 66 y el 68, dos álbumes: The Piper at the gates of dawn y A saucerful of secrets, el primero de los cuales recoge un incipente expresionismo floydiano, que tanto en lo musical como en los textos, pretenciosamente surrealistas, de Syd Barret, padre fundador del grupo y líder carismático, revelan ya su singular trayectoria artística, reflejada en temas como “Interstellar overdrive”, “Astronomy domine”, “Arnold Layne” o “See Emily Play” (el primero que se edita en España por la EMI en forma de EP). Pero los chutes de ácido lisérgico que solía meterse el amigo Syd, lograron que el resto de los componentes se decidieran por mandarle a tomar por el culo (otra expresión sería un eufemismo barato), contratando al guitarrista David Gilmour, cuyo estilo exquisito y dulce venía como anillo al dedo para los planes de estos arquitectos del rock

Hacia comienzos de 1970, el imperio Pink Floyd se extiende por medio mundo, aunque no podían con la inmensa fortaleza de los Stones, Kinks o los ya difuminados Beatles, cuyos componentes emprendían en esos años sendas carreras en solitario. Su público no es el de los reyes del beat o el R&B, sino un colectivo más exigente, cuyos objetivos se hallaban más cerca del “goce intelectual” de la música, que del simple disfrute rítmico de cuatro guitarrazos en una discoteca, donde arrimar paquete sobre el pubis de una muchacha con minifalda… o en el trasero de un gay atrevido. Waters, Gilmour, Wright y Mason son cuatro músicos de una pieza, ensamblados perfectamente, capaces de lograr la cuadratura del círculo, asunto que se materializa en el doble álbum Ummagumma, donde el lucimiento instrumental de todos ellos era inevitable. Un año antes, el disco More no había emocionado ni a la crítica, ni a los adictos.

Las siguientes producciones realizadas hasta 1973 (Atom heart mother, Meddle y Obscured by clouds), no obtuvieron otra cosa que unos inefables y extensos artículos en la prensa británica y norteamericana, por cierto de una pretenciosidad insoportable, logrando que yo mismo tuviera alguna bronca con amigos y colegas cercanos, dado que hasta bien entrada la década del setenta, mi debilidad por el grupo era tanta como la que sentía por King Crimson o Amon Düll, a quienes jamás soportaré aunque caigan sobre mí las iras de sus mil fans. La culpa de todo el desmadre que se armó en los establos del rock la tuvo el músico alemán Stockhausen, aunque a este último, espléndido representante de la música dodecafónica, le adoré cuando, en una extensa declaración describió el atentado contra las Torres Gemelas como “Una auténtica obra de arte”. Casi nadie comprendió el sarcasmo de su frase y fue condenado y amenazado por toda la prensa USA, incapaz de saber leer más allá de las palabras del genio, fallecido por cierto hace tres meses. Esa bofetada se sacó del contexto general en el que fue pronunciada, y ya es historia.

En 1973, Pink Floyd editan su primer disco trascendental: The dark side of the Moon, que con más allá de 40 millones de copias vendidas es una de las obras de mayor repercusión en la historia del rock. Era también el primer álbum del concepto del grupo, que poseía como base “una idea” o “clave musical” que gobernaba el desarrollo de las canciones. Tal “razón” es la que se oculta en “el lado oscuro de la Luna”, un paisaje enigmático, un paraje desolador, pero que inspiraba todo tipo de alucinaciones, como se constató en los títulos de las canciones que hablaban de la incomunicabilidad, la enajenación del hombre del siglo XX, de la perversión de una sociedad, cuya complejidad ideológica devenía en conflictos armados cuyo resultado eran millones de muertos. Gilmour y Waters se explayaron a gusto asegurando que: “El disco es una denuncia de la condición mísera del hombre: con los ojos mirando al lado oscuro de la Luna, anhelando un vuelo que lo libere hacia un espacio sideral, empujado únicamente por la curiosidad, pero a la vez, atraído por esa atmósfera oculta que llega a ser esquizofrenia”.

“El lado oscuro de la Luna” ha sido también un álbum muy discutido, siempre entre el infierno y la gloria, caminando en complicado equilibrio entre el mito y la crítica iconoclasta por su carácter innovador, no sólo en la concepción, sino por el sonido, la producción, el diseño y el orden de los temas. Para millones de personas, este es seguramente el mejor disco de Pink Floyd, que incluso batió todos los records de permanencia en las listas de éxitos, con más de diez años de presencia en ellas. Fue número uno en Estados Unidos y número dos en Inglaterra y su tema más representativo, “Money”, aún se interpretaba hasta hace poco tiempo en las espectaculares giras de la banda británica. Nadie recuerda que en aquella época, otro grupo pudiera llevar a escena un ingente despliegue de luces y sonidos como jamás se dio en la historia de los conciertos en directo.

Para estos arquitectos del edificio sonoro agrupados bajo el seudónimo de Pink Floyd, la música no son sólo simples canciones, sino sinfonías con más de cuatro movimientos, conciertos donde puede aparecer, repentinamente, un cuarto elemento, óperas sin arias y obertura, teatro sin actores, en fin, luz y sonido en todas las formas posibles. Su periodo más fructífero fue sin duda el que mediaba entre 1970 a 1979, una etapa de madurez y reflexión jamás repetida, en la que se editaron sus mejores joyas.

Precisamente, mucho antes de que el singular “Loco de la Colina” (Jesús Quintero) se lanzara a la radio apoyándose en la sintonía con la música del grupo, colegas bien diferenciados como Gonzalo García Pelayo, Adrián Vogel y yo mismo, manteníamos largas discusiones sobre la obra de Rogers, Gilmour, Wright y Waters, que no olvidaban a su viejo amigo Syd, a quien dedicaron el espléndido Wish you were here (1975), obra maestra que contenía inolvidables páginas como “Shine on your crazy diamonds”, “Welcome to the machine” o “Have a cigar”, en las que las guitarras son apabullantes. Un disco de una belleza indescriptible, sólo comparable al de 1977 titulado Animals.

En Cannes, cuando en el MIDEM se ofrecían conciertos en directo de estrellas de primera magnitud, en ese invierno primaveral de la Costa Azul, en aquel año 77, los cuatro miembros de la banda me entregaban un ejemplar rosado, tanto en la portada como en el vinilo utilizado. Un regalo que hoy vale más de 1.000 euros, porque únicamente se editaron 500. La rueda de prensa fue multitudinaria pero el concierto no se celebró, porque las condiciones del escenario del Palais de la pequeña ciudad francesa, no cumplían los mínimos en dimensión y materiales. Animals es probablemente el álbum más complicado de Pink Floyd. Las ideas básicas fueron escritas antes de Wish you… pero los caprichos de Wright y cierta exigencia para redondear los temas, provocaron que se retrasara su estreno. Cambia también el lugar de grabación, ya que es el primer álbum de Pink Floyd registrado en un estudio propiedad de la banda, se utilizan innumerables efectos, recogiendo los ecos del incipiente movimiento punk, cuya agresividad critican ácidamente. En París, ese mismo año, la cosa fue distinta. Los “Animales” de Pink Floyd flotaban por el aire, convertidos en globos rosáceos, mientras sobre la inmensa escena, la música acompañaba a un cerdo, un caballo… Fue un espectáculo con detalles circenses, pero de una originalidad aplastante. Sin embargo, algo estaba ocurriendo. La banda parecía haber llegado a una cima insuperable.

A partir de The wall, otro álbum conceptual que narraba la caída de una estrella del rock, y además con película protagonizada por el insoportable, ex Boomtown Rats, Bob Geldof (uno de los más destacados estafadores de la escena rockera, organizador de conciertos “benéficos”, junto con el no menos astuto Bono), Pink Floyd han continuado sus apariciones y desapariciones como el Guadiana. La inspiración se ha ido desvaneciendo para dar paso a una serenidad escénica pasmosa para su edad, aunque no han faltado intentos por seguir sorprendiendo a las nuevas generaciones, como cuando publicaron The final cut, A momentary lapse of reason, Delicate sound of thunder, The division bell, o Pulse en 1994, editando igualmente piezas inéditas de las decenas que esconden bajo llave desde los lejanos tiempos con Barret.

Puedo afirmar que no son santos de mi devoción, pero confieso también que tres de sus discos suenan con cierta asiduidad en mi hogar habanero. Adivinen cuáles.

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